miércoles, 10 de febrero de 2016

UN ESPACIO EN EL OJO DEL HURACÁN


Es un problema ser demasiado inquieto. Uno termina ubicado siempre al final del salón, viendo con ansiedad hacia la puerta, concentrado en la hora de liberación de ese enorme castigo que son las clases.
Esa ansiedad que no permite concentrarse. Ansia de salir y beberse el mundo; gozar su luz, su contradicción, su peligro. En mi caso, creo que solo puedo estar sentado cuando estoy escribiendo, leyendo o dibujando, cuando mi mente está afuera de mis límites físicos.
De niño construía pequeñas ciudades con cajas de cartón en el patio de mi casa. De adolescente me encerré en mi mundo, la música y los libros; la rebeldía histérica y sin objetivo; un tiempo de excesos y trampas, no regresaría a ese punto porque no fui feliz. En la vida adulta choqué mi vértigo contra la realidad práctica. Siempre llamamos madurez a lo que realmente son las naturales consecuencias de nuestras acciones.
Ahora pienso mucho en el equilibrio entre la pasión y la razón. Escudriñar entre esa galaxia de ideas que llenan los anaqueles de las bibliotecas o los millones de datos colgados en Internet para encontrar una verdad que sea mía. Cada uno de nosotros tiene el derecho a su propia ética y a su propia manera de construirse sin que otros nos moldeen a su conveniencia.
Pienso que los inquietos hemos aportado algo al mundo. Desgraciadamente no es únicamente con intención y talento que se alcanza algo en la vida. Es con horas y horas de trabajo. Acudir a la disciplina para mantener vivo lo que amamos. Para defender el territorio donde somos realmente libres.
Detrás de la mitología de los genios trágicos existe una sombra. El poeta alcoholizado y completamente destruido. El artista que terminó en un psiquiátrico. El genio maldito capaz de componer una obra maestra en la noche y olvidarla al día siguiente… nada de eso es real si en algún momento no existió una disciplina, un espacio lúcido dentro del ojo del huracán.