miércoles, 19 de noviembre de 2014

ENCUENTROS FUGACES Y ÁLBUMES PLÁSTICOS

El cielo en aquellas fotos tiene un color verde, el tiempo arruinó el esmalte y las tonalidades son confusas. Viejos amigos del barrio abrazándonos y pensando que tener la obscena edad de 15 años es algo eterno. Unos jeans y una camisa Polo amarilla de rayas azules. Mis lentes, llevaba el pelo más largo. A mi derecha, mi inseparable compañero del colegio. A mi izquierda, el loco de la cuadra, el que a sus 40 y tantos años escuchaba discos de Black Sabbath y que jamás se casó.

Sentadas al frente, nuestras novias, con un mechón de pelo levantado con spray y con cinchos cruzando sus blusas ochenteras. Atrás, la puerta de una casa que era idéntica a las puertas de las demás casas de aquella colonia uniforme y ruidosa.

No recuerdo de quién era la cámara ni quién tomó la fotografía. Los celulares en ese entonces eran apenas prototipos impensables para mocosos de clase media, no digamos las cámaras digitales. Todo era comprar un rollo, meterlo en el aparatejo, dejar correr la película y no permitir que se abriera la compuerta para no velar todas las valiosas imágenes capturadas.

Juntábamos entre todos el dinero del revelado (bastante caro, por cierto) y era un acontecimiento cuando íbamos al centro comercial a reír durante horas viendo los ojos apachados, las muecas involuntarias y el resultado opaco de nuestra inexperiencia en iluminación.

De las fotos repartidas quedan álbumes plásticos. Pasadas las décadas encuentro uno al fondo de una caja. ¿Ese soy yo? Mi inseparable amigo a mi derecha, ahora es un padre de familia que vive en Estados Unidos desde finales de los 90, no supe más de él. El Loco –como lo llamábamos en la cuadra– tuvo una temporada como predicador en el Parque Gómez Carrillo y luego fue internado en el hospital psiquiátrico; se lanzó del puente del Incienso.

Las muchachas, sentadas al frente, una es ahora madre soltera de dos niños; la otra se graduó de abogada y maneja con éxito una empresa de importaciones. Y yo, que entonces odiaba los libros, el colegio y los estudios, terminé escribiendo estas líneas de homenaje a los jóvenes inquietos, ahora congelados en pequeños álbumes plásticos.

Una fotografía es darle una segunda oportunidad a lo que perdimos.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

RADICAL CORAZÓN


Durante una vida puede repetirse la palabra “corazón” con más frecuencia que el sustantivo “cerebro”, tal cosa no significa que lo usemos más.

El corazón es acaso el sentido figurado más común cuando queremos decir humano. Tener mucho o no tener nada puede ser el juicio más determinante para definir a una persona. No calificamos la inteligencia, calificamos las emociones. Así de radical es decir el color: negro o blanco. El primero detalla el lodo espiritual o la falta de escrúpulos. El segundo, la candidez ciega y sin malicia.

La primera civilización en representar gráficamente un corazón fue la egipcia; sin embargo, el ícono que todos reconocemos data de los griegos: símbolo de identidad para la guerra o para el amor, ¿quién sabe? Lo importante es que esa forma de dos arcos con punta afilada está presente de manera obsesiva en la cultura contemporánea.
Desde la publicidad en las calles de Tokio, pasando por las pintas en los trenes subterráneos de las ciudades europeas y terminando en las puertas de los estadios latinoamericanos, la figura que encierra y reúne ese todo indescriptible siempre está representado.

También puede decirse que el corazón es el centro. Está puesto para bombear sangre, para dejar que el flujo se expanda a todo nuestro cuerpo. Un infarto es algo a lo que difícilmente se sobrevive y aquellos afortunados de poder contar tal experiencia, pasan a llevar una vida moderada tanto de excesos como de emociones. “Solo tiene uno, cuídelo”, dicen los cardiólogos.

Lo interesante es que no existe una estadística que indique a qué edad comenzamos a mencionarlo menos. Sabemos que para los niños y para los adolescentes es una palabra que siempre está en su vocabulario metafórico; algo que gradualmente va perdiendo sentido en la edad adulta. De eso que no es lo mismo decir sentimentalmente corazón a los 15 años que mencionarlo técnicamente a los 50.

Uno puede llevarse la mano al tórax y sentir ese leve movimiento... Así comprobamos que todavía estamos vivos y que todavía podemos decirnos humanos.