miércoles, 11 de septiembre de 2013

LAS CABRAS Y EL EXISTENCIALISMO

En un lugar del mundo –que puede ser tenebroso, mas no aburrido– unas cabritas cruzan la pasarela. Son las siete y cuarenta y cinco de la mañana y el tráfico está a punto de hacer estallar la calzada Roosevelt. El rebaño asciende apaciblemente por las gradas de latón mientras a lo lejos su pastor chasquea el látigo, provocando que no pocos confundan su restallido seco con un disparo. 

Allí va el grupo de cabras y su silencio se rompe de improviso con un beeeee que acaso sea la única queja. Observan desde arriba la angustia de los parroquianos: ciclistas atropellados,peemetés a punto de un colapso nervioso, ambulancias a las que nadie da paso, parejas peleando adentro de sus vehículos, taxistas deprimidos y personas asardinadas dentro de los buses rebalsando. Es precisamente en uno de estos armatostes donde un chofer mastica un chicleTrident sin sabor mientras su brocha, grita: ¡Reforma! ¡Reforma!

Todos los pasajeros sudan, huelen y se pegan unos a otros, mientras ven hacia adelante y se dan cuenta de que se quedaron varados, que nadie avanza hacia ningún lado: todo se ha quedado inmóvil justo antes de llegar a El Trébol. El chofer en su desasosiego, ve hacia todos lados y pide vía. Una señora pelucona con su Mercedes ni siquiera se inmuta a responder. Un señor de camisa a cuadros le saca el dedo de en medio y sube el vidrio. Pero el brocha insiste y sigue sacudiendo con más brío su trapo grasiento. De pronto los ciento y tantos pasajeros son testigos de algo increíble: el piloto apaga el motor de la camioneta, saca un suéter agujereado de abajo del asiento y se baja sin decir nada. El brocha lo llama, pero él no responde. Sale. Se va de largo. Solo las cabras lo miran desde la pasarela y desde arriba pueden darse cuenta de que se fue caminando contra la vía, en plena Roosevelt a las ocho menos cuarto de la mañana.