miércoles, 4 de febrero de 2015

DE SENECTUTE

Del ruido y del silencio; de las vidas pasadas y del dolor presente; de la muerte y del amor transcurrido sin tregua. Ellos que perforan las almas jóvenes con su mirada; ellos que son el ocaso de un sol tibio y amable; ellos que son piel escrita: caminos, despedidas, triunfos, fracasos y miles de decisiones. Ellos que son el rito sobreviviente de un largo exilio y de una guerra interminable. Ellos con su silencio incansable frente a las puertas que nunca se abren.

Quizá el ruido y el silencio sea una manera de curar su corazón. Los ancianos que abandonamos. Los ancianos que cuidan a nuestros hijos. Los ancianos que repiten mil veces la misma historia. Los ancianos que se quitan el bono de su bajísima pensión con tal de comprarle un juguete al nieto. Los ancianos que se enferman y soportan callados un dolor que ni siquiera imaginamos. Los ancianos que se mueren esperando citas en el IGSS u otra carnicería pública. Los ancianos que para bien o para mal nos hicieron lo que somos.

Podemos comprender una sociedad a través del trato que da a sus niños y a sus abuelos. No es gratuito que sean ambos los que ocupen cada semáforo pidiendo dinero. Del güiro de cinco que se gana la vida pintado como payaso, al hombre de 80 que pone una caja de cartón e intenta ponerse de cabeza. ¿Dónde, las instituciones? ¿Dónde, los refugios? Algunos ciudadanos de buen corazón hacen suyo el compromiso de abrir hogares para ancianos, pero los fondos nunca son suficientes, porque la pobreza es demasiada y tanto el niño como el viejo son “cero-productivos” en una sociedad que reduce nuestra vida a un trabajar, a un procrear, a un endeudarse y a un morir.

El maestro de mi vida siempre decía que la dignidad consistía en “Pasar del amor a la muerte sin detenerse en la vejez”. Yo era tan torpe y jamás quise preguntarle en qué consistía dicho secreto.