miércoles, 28 de enero de 2015

GENTES CON PERROS

Doce Avenida y sexta calle. Una anciana indigente y un perrito flaco.

Ella aprovecha el rojo del semáforo para acercarse a los carros y pedir dinero. Cruza lentamente entre el humo negro de los escapes para volver a una grada en la acera. El perro, muy alerta, observa lo que saca de una bolsa plástica, son varias tortillas, toma una y la comparte con el animalito. Le habla, le acaricia el lomo, las orejas, y él mueve la cola.

Avenida Las Américas, domingo.

Una niña va jalando un cachorro labrador. El perro no quiere caminar y ella llora tirando de la correa. Su mamá discute con su esposo acerca del capricho de regalarle un chucho para Navidad cuando en el condominio no existe un lugar para sacarlo a pasear. El papá, muy molesto, levanta al cachorro del piso, está goteando pipí y le mancha el pantalón: “A la gran pu....” –grita a la esposa– “mirá, pues”. La familia sigue su incómodo paseo dominical.

Campos de futbol, colonia Primero de Julio.

Dos adolescentes llevan un rottweiller. Le pusieron un bozal de cuero que lo muestra amenazante. El perro asusta a una pareja que se cruza en el camino, se levanta en dos patas y casi derriba a la muchacha. Sus dueños lo jalan: “Maldito, tranquilo; Maldito, tranquilo”. La pareja corre. Los muchachos se ríen “Tan hueco ¡viste!... la chava es de la Quince, Waleska se llama”.

Veterinaria en Centro Comercial. La empleada observa impaciente a dos niños que no dejan de moverle la jaula a una perrita salchicha. “Mirá. Mirá” –le dice la niña a su hermanito. La cachorra asoma su nariz húmeda entre los barrotes y ellos la tocan. “Qué linda, hooola, hooola”.

Al otro lado del vidrio una señora los llama y ambos le golpean la jaula para que vuelva de nuevo a verlos: “Adiós, adiooooós”. La salchicha se queda echada viendo a su plato y a los transeúntes que la saludan afuera de la vitrina.


miércoles, 21 de enero de 2015

EL VÉRTIGO DE OTROS

Nada frustra tanto como querer escribir acerca de algo y desconocer su nombre exacto. Antes de teclear estas líneas describí el objeto para que el sacrosanto Internet me diera la palabra y únicamente me mostró la imagen.
Torbellino, trompo, carrusel, gusano... en fin. El asunto es que durante mi niñez tuve una extraña fascinación por esos, cada vez más extintos, parques infantiles con juegos de metal. Digamos que la psicosis por el consumo de la sobreprotección todavía no habían alcanzado los niveles actuales y los niños teníamos cierta libertad para movilizarnos.

Llegar a un parque infantil significaba interactuar con conocidos y desconocidos. Las niñas acaparaban los columpios y los sube y bajas. Los niños los pasamanos y ese extraño aparato de entretenimiento centrífugo que tiene mil nombres.

Recuerdo que nos sentábamos en las frías barras de metal que hacían una banca circular, al centro estaba un eje que servía de timón para hacer que todo girara. Los más débiles se ponían en posición aferrándose a los barrotes, los más fuertes acaparaban el centro y le daban cuanta velocidad que les diera la gana con la intención de 1. hacer vomitar a los niños más sensibles; 2. hacer que las niñas gritaran de pánico; o 3. que los más envalentonados suplicaran clemencia.

Recuerdo al artefacto girando y girando mientras yo veía a mis compañeros de juego apretando los ojos y todo el paisaje alrededor desdibujándose en una suma de colores. Era tanta la presión que a veces me preguntaba en qué momento íbamos a despegar o a derrumbarnos. Yo -que fui de los malcriados- gozaba sádicamente viendo a los niños aterrorizados, pero como siempre tenemos sobre nosotros a alguien peor... en varias ocasiones supliqué clemencia.

Afortunadamente sobreviví a dicho entretenimiento. Al crecer también fue necesario desistir, salirme del juego y ver desde afuera el vértigo de otros. Mareados y bajando casi a gatas, pero esperando reponerse para subir una y otra y otra vez más.