miércoles, 3 de julio de 2013

BULLYING: PEQUEÑAS CRUELDADES

De niño tuve algunas riñas con mis compañeros, pero la peor que tuve fue en sexto primaria y contra un niño que le apodaba Mascapiedras. Fue una etapa en la que me daba duro con todo el mundo, no sé, quizá fue una pausa violenta en mi habitual carácter pacífico. Agarrarse a pencazo limpio no es algo agradable. Esa mañana, luego de los respectivos empujones e insultos durante el recreo, todo concluyó con una arrastrada en el campo de fut y con nuestras narices llenas de sangre. Tengo una lesión en el ojo que aún permanece como cicatriz del codazo que aquel niño me dio al botarme al suelo.

El paso por la primaria y la secundaria puede ser un grato recuerdo para algunos. Para otros fue una pesadilla. Tanto la infancia masculina como la femenina están llenas de pequeñas crueldades. Uno sale del círculo familiar y encuentra un círculo más grande. Los niños que sufren abuso por parte de los adultos se vuelven abusadores. El blanco de la rabia infantil suele estar en los chicos más frágiles, los callados, los raros, los aplicados o los orillados al renglón de los “feos”.

La crueldad infantil es un reflejo de nuestras crueldades adultas. En sociedades como la nuestra (donde poseemos un solo derecho: abusar de los más débiles que nosotros) es normal decirle al niño: “Si ese te pegó, volale pija mijo o te cae conmigo” y de inmediato ponemos al infante a decidir acerca de lo peor: enfrentarse al adulto resentido o al compañero de aula que lo cree afeminado. 

En las chicas, salvo drásticas excepciones, la violencia es sutil y dolorosa. Excluir, hacer de menos, marginar. Los hogares marcan que las niñas son adornos para la procreación y el mantenimiento de la especie. De eso que muchas terminan siendo madres antes de salir del colegio. Los prejuicios, la mojigatería, la violencia física y emocional de los padres hacia los hijos son la escuela del bullying. Esas pequeñas crueldades domiciliares, autorizadas y comunes para todos.

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