Con la Ilustración los intelectuales europeos desterraron la palabra Dios de sus escritos. En los siglos XIX y XX se radicalizó esta postura, mostrando la fe como uno de los tantos artilugios del poder para adormecer a las masas. Tengo que confesar que luego de leer compulsivamente casi todo lo que llega a mis manos y de poner en crisis casi todo lo que me es inteligible, no me reconozco como ateo.
Entiendo el daño que causan los fundamentalismos religiosos. Entiendo que inculcar “culpa” es la mejor arma para abusar de los débiles. Entiendo que la recompensa celestial es lo que mueve a dar caridad, porque es más fácil sentirnos piadosos que sentirnos justos.
Musulmanes, cristianos y budistas se han repartido una humanidad en cenizas. El primero y el segundo inciden en el autoritarismo o en el lucro y el tercero, más milenario y asentado en prácticas más contemplativas, tiene el territorio sagrado del Tibet que, como el Vaticano, confirma a la religión como el asunto más terrenal y político que existe.
Yo no me considero ateo, quizá porque la idea de Dios es poética. Entiendo a la gente que necesita salvarse, quizá porque yo también lo necesito. Muchos grandes poetas escriben sobre la fe: Rubén Darío, William Blake, César Vallejo y hasta el más misántropo genio de nuestros tiempos, Charles Bukowski, dice “si quieres saber dónde está Dios, pregúntale a un borracho”.
Quizá no haya más cielo que esta enorme y solitaria fragilidad que es necesario llenar con grandes esperanzas.
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