miércoles, 8 de abril de 2015

PÉNDULO

Te hablo porque estás solo. Te escribo porque estás sola. Intentas llegar a la mañana siguiente, pero tu cabeza se mueve como un péndulo.

Necesitas alguien cerca pero todo el mundo se va alejando. Creces, no existe nadie alrededor, creces: lo sabes porque te sientes solo, lo sabes porque te sientes sola.

Ya es hora de soltar. Ahora te sientes fuerte. Remites a las cosas que dijiste y a las que pensaste y a las cosas que te hiciste hacer. Tal parece que aquello es como una larga fila de fotografías pegadas al fondo de un río cristalino.

Las fotografías se van borrando. Creces, no existe historia alrededor, creces: lo sabes porque te sientes sin suelo debajo.

Caminas por una calle que es tuya y trae recuerdos vagos: alegría, vergüenza, despedidas, encuentros…

Te diste cuenta de que el Ángel Exterminador que siempre madruga en Guatemala no ha tocado a tu hombro, quizá pasa a tu lado sin que te des cuenta, quizá se ha llevado a gente invaluable para ti.
Esta calle la llevas encima, como llevas este país, como llevas este mundo. Sientes su peso en tu espalda. Creces, lo sabes porque llevas algo sobre tus hombros.

Tu cabeza se mueve como un péndulo que no se detiene. Lo observas y quieres que su ritmo sea más lento. Pero es tanta la fuerza que lleva en su ir y venir. Quisiera que algo frenara su paso. Tu corazón pulsa con menos velocidad que tus razones. Creces, porque sientes que ahora sientes menos y piensas más.

No te preguntes por lo que dejaste tirado, no vale la pena recogerlo. No preguntes por lo que viene. Solo entiende una cosa: no importa la edad que tengas, solo aprende.
Si respiras y sientes, es porque creces a solas, como todos crecemos.

miércoles, 4 de febrero de 2015

DE SENECTUTE

Del ruido y del silencio; de las vidas pasadas y del dolor presente; de la muerte y del amor transcurrido sin tregua. Ellos que perforan las almas jóvenes con su mirada; ellos que son el ocaso de un sol tibio y amable; ellos que son piel escrita: caminos, despedidas, triunfos, fracasos y miles de decisiones. Ellos que son el rito sobreviviente de un largo exilio y de una guerra interminable. Ellos con su silencio incansable frente a las puertas que nunca se abren.

Quizá el ruido y el silencio sea una manera de curar su corazón. Los ancianos que abandonamos. Los ancianos que cuidan a nuestros hijos. Los ancianos que repiten mil veces la misma historia. Los ancianos que se quitan el bono de su bajísima pensión con tal de comprarle un juguete al nieto. Los ancianos que se enferman y soportan callados un dolor que ni siquiera imaginamos. Los ancianos que se mueren esperando citas en el IGSS u otra carnicería pública. Los ancianos que para bien o para mal nos hicieron lo que somos.

Podemos comprender una sociedad a través del trato que da a sus niños y a sus abuelos. No es gratuito que sean ambos los que ocupen cada semáforo pidiendo dinero. Del güiro de cinco que se gana la vida pintado como payaso, al hombre de 80 que pone una caja de cartón e intenta ponerse de cabeza. ¿Dónde, las instituciones? ¿Dónde, los refugios? Algunos ciudadanos de buen corazón hacen suyo el compromiso de abrir hogares para ancianos, pero los fondos nunca son suficientes, porque la pobreza es demasiada y tanto el niño como el viejo son “cero-productivos” en una sociedad que reduce nuestra vida a un trabajar, a un procrear, a un endeudarse y a un morir.

El maestro de mi vida siempre decía que la dignidad consistía en “Pasar del amor a la muerte sin detenerse en la vejez”. Yo era tan torpe y jamás quise preguntarle en qué consistía dicho secreto.

miércoles, 28 de enero de 2015

GENTES CON PERROS

Doce Avenida y sexta calle. Una anciana indigente y un perrito flaco.

Ella aprovecha el rojo del semáforo para acercarse a los carros y pedir dinero. Cruza lentamente entre el humo negro de los escapes para volver a una grada en la acera. El perro, muy alerta, observa lo que saca de una bolsa plástica, son varias tortillas, toma una y la comparte con el animalito. Le habla, le acaricia el lomo, las orejas, y él mueve la cola.

Avenida Las Américas, domingo.

Una niña va jalando un cachorro labrador. El perro no quiere caminar y ella llora tirando de la correa. Su mamá discute con su esposo acerca del capricho de regalarle un chucho para Navidad cuando en el condominio no existe un lugar para sacarlo a pasear. El papá, muy molesto, levanta al cachorro del piso, está goteando pipí y le mancha el pantalón: “A la gran pu....” –grita a la esposa– “mirá, pues”. La familia sigue su incómodo paseo dominical.

Campos de futbol, colonia Primero de Julio.

Dos adolescentes llevan un rottweiller. Le pusieron un bozal de cuero que lo muestra amenazante. El perro asusta a una pareja que se cruza en el camino, se levanta en dos patas y casi derriba a la muchacha. Sus dueños lo jalan: “Maldito, tranquilo; Maldito, tranquilo”. La pareja corre. Los muchachos se ríen “Tan hueco ¡viste!... la chava es de la Quince, Waleska se llama”.

Veterinaria en Centro Comercial. La empleada observa impaciente a dos niños que no dejan de moverle la jaula a una perrita salchicha. “Mirá. Mirá” –le dice la niña a su hermanito. La cachorra asoma su nariz húmeda entre los barrotes y ellos la tocan. “Qué linda, hooola, hooola”.

Al otro lado del vidrio una señora los llama y ambos le golpean la jaula para que vuelva de nuevo a verlos: “Adiós, adiooooós”. La salchicha se queda echada viendo a su plato y a los transeúntes que la saludan afuera de la vitrina.


miércoles, 21 de enero de 2015

EL VÉRTIGO DE OTROS

Nada frustra tanto como querer escribir acerca de algo y desconocer su nombre exacto. Antes de teclear estas líneas describí el objeto para que el sacrosanto Internet me diera la palabra y únicamente me mostró la imagen.
Torbellino, trompo, carrusel, gusano... en fin. El asunto es que durante mi niñez tuve una extraña fascinación por esos, cada vez más extintos, parques infantiles con juegos de metal. Digamos que la psicosis por el consumo de la sobreprotección todavía no habían alcanzado los niveles actuales y los niños teníamos cierta libertad para movilizarnos.

Llegar a un parque infantil significaba interactuar con conocidos y desconocidos. Las niñas acaparaban los columpios y los sube y bajas. Los niños los pasamanos y ese extraño aparato de entretenimiento centrífugo que tiene mil nombres.

Recuerdo que nos sentábamos en las frías barras de metal que hacían una banca circular, al centro estaba un eje que servía de timón para hacer que todo girara. Los más débiles se ponían en posición aferrándose a los barrotes, los más fuertes acaparaban el centro y le daban cuanta velocidad que les diera la gana con la intención de 1. hacer vomitar a los niños más sensibles; 2. hacer que las niñas gritaran de pánico; o 3. que los más envalentonados suplicaran clemencia.

Recuerdo al artefacto girando y girando mientras yo veía a mis compañeros de juego apretando los ojos y todo el paisaje alrededor desdibujándose en una suma de colores. Era tanta la presión que a veces me preguntaba en qué momento íbamos a despegar o a derrumbarnos. Yo -que fui de los malcriados- gozaba sádicamente viendo a los niños aterrorizados, pero como siempre tenemos sobre nosotros a alguien peor... en varias ocasiones supliqué clemencia.

Afortunadamente sobreviví a dicho entretenimiento. Al crecer también fue necesario desistir, salirme del juego y ver desde afuera el vértigo de otros. Mareados y bajando casi a gatas, pero esperando reponerse para subir una y otra y otra vez más.