viernes, 5 de agosto de 2016

LA PALABRA CONSTANTE


Guatemala dos mil dieciséis: episodios de lluvia torrencial acompañados de largas sequías que dan la idea de que el clima también se volvió loco. Conversamos de mil cosas, uno escucha en la calle desde las pláticas más triviales hasta las teorías de la conspiración más extrañas. La media docena de periódicos impresos resaltan las capturas, juicios, fianzas y vergüenzas de personas que hace tan solo un año se pensaban intocables. La ciudad siempre colapsada por una cantidad de carros que nos hacen pensar si no existe por ahí una fuente inagotable de gasolina gratuita.

El país, este país que al día de hoy se ve colmado por todo tipo de opiniones. Algunas sensatas, otras dogmáticas; muchas sensacionalistas y otras tantas banales. Todo en el fuero especial de una narcisista clase media que ama, cree y odia con la misma temporalidad de lo que dura la batería de su teléfono. Hoy más que nunca la fama (por muy pequeña y aldeana que sea) no es otra cosa que un paredón de fusilamiento.

Las buenas intenciones pueden ser tomadas como corruptibilidad u oportunismo. El radio de destrucción ha dejado las decisiones más importantes en manos de unos cuantos protagonistas dignos, algunos reconocidos y otros invisibles. El optimismo es de inmediato censurado y el fanatismo es el gran privilegio de quienes únicamente son espectadores. Todos estos síntomas arrojan el diagnóstico de una sociedad en crisis apuntando hacia una incierta transición.

Quiero pensar que esta opinión será para el presente inmediato y que la indignación abrirá camino a un verdadero compromiso de cambio. En diez años que llevo escribiendo para este medio he reincidido más de una vez en palabras, imágenes o circunstancias que forman parte de una cultura fija. La sociedad de la improvisación y de la ignorancia celebrada; la del “pisto compra todo” y la del regateo al esfuerzo ajeno; la de “qué le vamos a hacer” y la del crítico inoperante ansioso de subalternos. Ojalá que este año dos mil dieciséis con todas sus convulsiones se transforme en pasado y en ceniza.

lunes, 4 de julio de 2016

NUESTRO RUIDO INTERIOR

A veces la bocina de un carro nos despierta. Vamos cruzando una esquina. Es tan intenso nuestro ruido interior que pareciera encerrarnos en su laberinto.
Nuestros pensamientos nos van tragando. A veces tanto deseo, a veces tanto miedo, tanta tristeza, tanta intensidad… nos distrae ese espectáculo adentro de nosotros, sentimos, incluso, que no lo podemos controlar y que nos vamos desbordando. Perdemos contacto con las cosas de afuera.
Pero son tantos los gritos que vamos tragando. Son tantas las voces que hacen eco en nosotros y tantas las palabras graves, bellas, tiernas, tercas, y tanta la información inútil, la hora desperdiciada; la rabia, la lástima y es tanto el apego a nuestra propia derrota, que se hace imposible salir de lo que otros pusieron en nosotros; aquellos que colonizaron todas nuestras decisiones.
Hace falta aprender a escuchar y a observar para reeducarnos en una sociedad repleta de frustraciones. La retórica del éxito con que taladramos la cabeza de los más jóvenes. Los fanatismos religiosos que extraen de los más ignorantes las más retorcidas intolerancias. La muy breve gloria que incentiva luchar por ser parte de la gente bonita. El desperdicio de neuronas que son los programas de concursos. La consigna de que entre más idiotas seremos más populares, o entre más populares seremos más idiotas.
No sabemos a ciencia cierta qué somos dentro de este bosque de símbolos. Todo suena al mismo tiempo y se mezcla con tantas cosas que vienen de afuera. Nos inundamos de lo que no somos. Es un naufragio no encontrar un lugar dónde reposar nuestras ideas. ¿Qué es nuestro y qué es de los demás? ¿Nacimos para ser el basurero emocional de un sistema cuya consigna es vender nuestros miedos e inventar nuestras necesidades?
Detenerse unos minutos y observar en silencio el ir y venir de la gente inmersa en su propio ruido. No existe mejor prisionero que aquel que no descubre su propia cárcel.

miércoles, 10 de febrero de 2016

UN ESPACIO EN EL OJO DEL HURACÁN


Es un problema ser demasiado inquieto. Uno termina ubicado siempre al final del salón, viendo con ansiedad hacia la puerta, concentrado en la hora de liberación de ese enorme castigo que son las clases.
Esa ansiedad que no permite concentrarse. Ansia de salir y beberse el mundo; gozar su luz, su contradicción, su peligro. En mi caso, creo que solo puedo estar sentado cuando estoy escribiendo, leyendo o dibujando, cuando mi mente está afuera de mis límites físicos.
De niño construía pequeñas ciudades con cajas de cartón en el patio de mi casa. De adolescente me encerré en mi mundo, la música y los libros; la rebeldía histérica y sin objetivo; un tiempo de excesos y trampas, no regresaría a ese punto porque no fui feliz. En la vida adulta choqué mi vértigo contra la realidad práctica. Siempre llamamos madurez a lo que realmente son las naturales consecuencias de nuestras acciones.
Ahora pienso mucho en el equilibrio entre la pasión y la razón. Escudriñar entre esa galaxia de ideas que llenan los anaqueles de las bibliotecas o los millones de datos colgados en Internet para encontrar una verdad que sea mía. Cada uno de nosotros tiene el derecho a su propia ética y a su propia manera de construirse sin que otros nos moldeen a su conveniencia.
Pienso que los inquietos hemos aportado algo al mundo. Desgraciadamente no es únicamente con intención y talento que se alcanza algo en la vida. Es con horas y horas de trabajo. Acudir a la disciplina para mantener vivo lo que amamos. Para defender el territorio donde somos realmente libres.
Detrás de la mitología de los genios trágicos existe una sombra. El poeta alcoholizado y completamente destruido. El artista que terminó en un psiquiátrico. El genio maldito capaz de componer una obra maestra en la noche y olvidarla al día siguiente… nada de eso es real si en algún momento no existió una disciplina, un espacio lúcido dentro del ojo del huracán.