Nada frustra tanto como querer escribir acerca de algo y desconocer su nombre exacto. Antes de teclear estas líneas describí el objeto para que el sacrosanto Internet me diera la palabra y únicamente me mostró la imagen.
Torbellino, trompo, carrusel, gusano... en fin. El asunto es que durante mi niñez tuve una extraña fascinación por esos, cada vez más extintos, parques infantiles con juegos de metal. Digamos que la psicosis por el consumo de la sobreprotección todavía no habían alcanzado los niveles actuales y los niños teníamos cierta libertad para movilizarnos.
Llegar a un parque infantil significaba interactuar con conocidos y desconocidos. Las niñas acaparaban los columpios y los sube y bajas. Los niños los pasamanos y ese extraño aparato de entretenimiento centrífugo que tiene mil nombres.
Recuerdo que nos sentábamos en las frías barras de metal que hacían una banca circular, al centro estaba un eje que servía de timón para hacer que todo girara. Los más débiles se ponían en posición aferrándose a los barrotes, los más fuertes acaparaban el centro y le daban cuanta velocidad que les diera la gana con la intención de 1. hacer vomitar a los niños más sensibles; 2. hacer que las niñas gritaran de pánico; o 3. que los más envalentonados suplicaran clemencia.
Recuerdo al artefacto girando y girando mientras yo veía a mis compañeros de juego apretando los ojos y todo el paisaje alrededor desdibujándose en una suma de colores. Era tanta la presión que a veces me preguntaba en qué momento íbamos a despegar o a derrumbarnos. Yo -que fui de los malcriados- gozaba sádicamente viendo a los niños aterrorizados, pero como siempre tenemos sobre nosotros a alguien peor... en varias ocasiones supliqué clemencia.
Afortunadamente sobreviví a dicho entretenimiento. Al crecer también fue necesario desistir, salirme del juego y ver desde afuera el vértigo de otros. Mareados y bajando casi a gatas, pero esperando reponerse para subir una y otra y otra vez más.
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