Al llegar a Los Encuentros mi desánimo fue enorme. Unas cien personas, muchas de ellas con cajas y canastos puestos en el suelo, hablaban sin despegar los ojos de la carretera. Mi chumpa estaba tan mojada como un trapeador, tenía encima la lluvia de tres días. Esa mugrosa llovizna que cae como talco desde el cielo y no cesa. Comenzó a llover la tarde del lunes, siguió sin detenerse el martes, continuó el miércoles y para el jueves todo era charco, lodo y desastre.
Al preguntarle a la dueña de una caseta si estaban pasando camionetas para la capital, se rió, me dijo que con suerte habría el viernes o el sábado o cuando llegaran los tractores a quitar los derrumbes en la carretera. Sentí angustia, tenía que volver a la capital con mi familia y con mi trabajo. Sin plata para hospedarme, comer o comprar una tarjeta de teléfono, me sentía jodido. No me quedaba más que esperar con los demás. De pronto apareció una extraurbana que decía Guate y la llenamos en un par de minutos. Éramos tantos que casi no se podía respirar. Logré la orilla de un asiento junto a un anciano indígena que llevaba sombrero y que de inmediato se corrió para que yo cupiera.
El chofer tomó por un viejo camino. Un estrecho enlodado rodeado de cerros y barrancos. A momentos las llantas comenzaban a resbalar por el lodazal. Cinco veces tuvimos que bajarnos a quitar las piedras o a machetear las ramas de los árboles caídos o –incluso- a improvisar un equipo de socorro para los camiones de los vendedores ruteros atascados. Al superar los obstáculos nos saludábamos y así, mojados y enfangados, volvíamos a nuestro sitio. El anciano me dio un trapo para secarme, yo le dije que estaba harto de tanta lluvia, fue entonces que me respondió con estas palabras: Lo que pasa es que llueve porque la gente no llora. Si no lloran todos los que tienen que llorar, los cielos no van a tranquilizarse.
Cinco horas y media después llegamos a la Calzada Roosevelt y siguió lloviznando.